Relatos de Lovecraft- Horror Cosmico



El morador de las tinieblas.
The haunter of the dark, H.P. Lovecraft (1890-1937)

Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él. En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.

Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y espectrales. Su primera estancia en Providence -con objeto de visitar a un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias ocultas como él -había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar un éxito literario. No obstante, entre los que han examinado y contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado Edwin M. Lillibridge, y -sobre todo- el temor monstruoso y transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo, arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo -hombre intachable, con cierta afición a las tradiciones raras- dijo que acababa de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al alcance de cualquiera.

El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas. Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora, después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de los hechos desde el punto de vista de su actor principal. El joven Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina -College Hill- inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente. El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las demás características de principios del siglo XIX. En el interior había puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto de la casa.

El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas -ante una de las cuales había instalado su mesa de escritorio- miraban a occidente, hacia la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si intentara ir en su busca para penetrar en él. Después de haberse traído de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al norte y muy bien iluminada por un amplio mirador.

Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos más conocidos -El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres profundamente extraños. Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros.

Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust Industrial dándole efectos grotescos a la noche. De todos los lejanos edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815. A medida que pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales, por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás. Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill, ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.

En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños. A últimos de abril, poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta, flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida. De cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba. Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre conocida.

De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha. Poco después vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones. Por último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía equivocarse.

La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela -cerrada con candado- a la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza. La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un toque siniestro imposible de definir. Había muy poca gente en la plaza. Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo, aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle, contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre, quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.

Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia, pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos, el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros abismos de la noche. Después de marcharse el guardia, Blake permaneció allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si cobrase vida uno de sus propios relatos.

El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.

Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle, recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo insoslayable.

En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles... de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado. Obedeciendo a un impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.

Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio. Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales incidían los rayos del sol agonizante. Aquellas vidrieras estaban tan sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondu oscuro sembrado de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o crux ansata del antiguo Egipto.

En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos, casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon, el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo, ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.

Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes equívocas en la antigüedad -símbolos del sol, de la luna, de los planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco-, y aparecían agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro alfabeto. Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma, Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente. Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era él, el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?

Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando, Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías, había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.

La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior, cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos, siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo, donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto de ventanas.

Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes horizontales -curiosamente diseñados- a los ángulos interiores del estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una voluntad.

Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal, gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M. Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.

Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía así:

El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y estudios esotéricos. El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la «Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844. 97 fieles a finales de 1845. 1846: 3 desapariciones;. primera mención del Trapezoedro Resplandeciente. 7 desapariciones en 1848. Comienzo de rumores sobre sacrificios de sangre. La investigación de 1853 no conduce a nada; sólo ruidos sospechosos. El padre O'Malley habla del culto al demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez. Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos secretos. Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y tienen un lenguaje secreto particular. Reun. de 200 ó más en 1863; sin contar a los que han marchado al frente. Muchachos irlandeses atacan la iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.

Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido. 6 desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle. Febrero 1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril. En mayo; una banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros. 181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se citan nombres.

Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877 Pedir a Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.

Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente. Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable, detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos. Luego, de pronto, su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella; algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.

Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos. Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva? ¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera inequívoca. A continuación le pareció notar un movimiento blando como de algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio universitario donde habitaba.

Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las ciencias ocultas. Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos aterrados que no podía percibir en la distancia.

Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una barrera infranqueable para él.

En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente; fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.

A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.

En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas, estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba invariablemente a retirarse. Cuando volvieron a iluminarse todas las calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba en las tinieblas.

Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un momento en que oyeron crujir la puerta exterior. Y lo peor no era esto. Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso, un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz, después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos, todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y barrida.

La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más inquietó a Blake -aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y malos olores- fue el detalle final que explicaba la rotura de los cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de que gozó en otro tiempo. Las mismas quemaduras y manchas amarillentas se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio. También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos periodistas.

De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones -durante las tormentas- telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre. Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición. Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos. Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde encontrarle.

En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había visto forzado a atarse los tobillos durante la noche. En su diario refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del 30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra. Llegó un momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un dios ciego e idiota -Azathoth, Señor de Todas las Cosas- circundado por una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.

Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad. En el acto se dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.

Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable. Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su diario.

La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake, completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que le iban dominando de manera incontenible. Tenía que mantener la casa a oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente -a través de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro- la lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces», «sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de esta naturaleza.

Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia, portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se oían ruidos extraños.

Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la iglesia -muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la fachada oriental-. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas, explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.

Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último, se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental de la torre. Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes, arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una velocidad de meteoro.

Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar, no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente aliviados. Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario, donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines. Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo; pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.

Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta, cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron, en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental, intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.

El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se había debido romper en una última contracción espasmódica.

Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al menos, lo que de ellas se ha podido descifrar: La luz todavía no ha vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los relámpagos.

¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está apoderando de mi mente. Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz. A pesar de la oscuridad total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos. ¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los relámpagos! ¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de planetas negros al final. Largo vuelo a través del vacío. Imposible cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de luz.

Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.

¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe dónde estoy Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y abre paso Iä ngai ygg Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres lóbulos.

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)



El libro negro de Alsophocus. 
The black tome of Alsophocus, H.P. Lovecraft (1890-1937) Martin S. Warner.

Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando empezó todo; es como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me acontecieron.

Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y ví algo que enseguida llamó mi atención.

Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de cosas que hacer y decir - que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una ¡ave -una guía - a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡ habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.

Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de cerrarme el paso y aplastarme... aunque sólo había leído una pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.

Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas - recuerdo el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y especial.

Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las paredes v anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había visto.

Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me ví envuelto en un fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que s(abren más allá del universo conocido.

Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas montañas Después hubo un momento de total oscuridad y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero había sentido más terror debido a la certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría volver.

De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la realidad se tomase inesacta, geométrico y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso, terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes que había conocido antes de adquirir el libro se desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis desesperados intentos de recuperar.

Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto salvaje y cacofónico:

«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »

Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del más allá.

Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas de las mentes sería incapaz de soportar.

Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del misterioso volumen:

"Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.

Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento,,, que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep."

Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.

El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comence a devorar verazmente todas las enseñanzas que contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos del Trapezoedro resplandeciente - aquella ventana abierta al espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.

Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí moran.

De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el suelo y me situé en el centro, invocando a los pode inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos si nos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de Shung.

Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de corredores silenciosos y muertos.

Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre: Shamoth.

Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural. Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.

Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la sensación de terror y desesperación que me invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos, aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»

Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.

Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad; entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne putrefacto. El aire estaba Heno de gritos y aullidos mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.

El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo absorbida por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo, desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás recuperados.

Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no existencia.

Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.

Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en aquel universo más allá de las estrellas.

Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.

En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.

Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.

Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.

Howard Phillip Lovecraft (1890-1937




El.
He, Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Lo vi una noche de insomnio, cuando paseaba desesperadamente, tratando de salvar mi alma y mis visiones. Mi traslado a Nueva York había sido una equivocación; porque al buscar el prodigio y la inspiración en los laberintos hormigueantes de calles antiguas que serpean interminablemente desde olvidados patios y plazas y muelles hasta patios y plazas y muelles olvidados también, y en las torres ciclópeas y pináculos que se yerguen negros y babilónicos bajo lunas menguantes, no había encontrado sino una sensación de horror y de opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme.

El desencanto había sido gradual. Al llegar por primea vez a la ciudad, la vi en el crepúsculo desde un puente, majestuosa por encima de las aguas, sus increíbles cúspides y pirámides alzándose delicadamente, como flores, entre estanques de bruma violeta, para jugar con las nubes encendidas y los luceros de la tarde. Luego se encendió, ventana tras ventana, por encima de las trémulas corrientes donde había linternas que cabeceaban y se deslizaban, y unos cuernos profundos emitían gemidos espectrales, y ella misma se convirtió en un estrellado firmamento de sueños, saturada de mágica música, e identificándose con las maravillas de Carcassonne y Samarcanda y El Dorado, y con todas las ciudades gloriosas y místicas. Poco después me llevaron por esos rincones antiguos, tan caros a mi fantasía: estrechos, tortuosos callejones y pasadizos donde parpadeaban las fachadas de rojo ladrillo georgiano con sus buhardillas de cristales pequeños sobre portales con columnas que en otros tiempos vieron doradas sillas de mano y decoradas carrozas..., y al descubrir, en mi primer entusiasmo, todas estas cosas largo tiempo deseadas, creí haber alcanzado efectivamente los tesoros que con el tiempo harían de mí un poeta.

Pero no iban a llegar a mí el éxito y la felicidad. La chillona luz del día reveló tan sólo mugre, nociva elefantiasis de piedra que se elevaba y se extendía, allí donde la luna había puesto encanto y magia antigua; y las multitudes de gentes que hervían por las calles en riadas estaban formadas por extranjeros rechonchos y atezados de rostro duro y ojos estrechos, extranjeros astutos, sin sueños ni afinidades con el paisaje de su entorno, y que jamás tendrían cosa alguna que ver con un hombre de ojos azules del antiguo pueblo que lleva las verdes callejuelas y los limpios y blancos campanarios de las villas de Nueva Inglaterra en el corazón. Así que, en vez de la inspiración poética que había esperado, me llegó sólo una negrura estremecedora y una soledad indecible; y comprendí al fin la espantosa verdad que nadie se había atrevido jamás a formular -el inconfesable secreto de los secretos-: que esta ciudad hecha de piedra y de estridencias no es una perpetuación sensible del viejo Nueva York, como Londres lo es del viejo Londres y París del viejo París, sino que está completamente muerta; con el cuerpo imperfectamente embalsamado estaba con vida. Tan pronto como hice este descubrimiento, dejé de dormir tranquilo; sin embargo, recobré cierta resignada serenidad cuando, poco a poco, fui adquiriendo la costumbre de no pisar la calle durante el día y de salir sólo de noche, cuando la oscuridad invoca lo poco del pasado que aún subsiste de manera espectral, y los viejos portales blancos recuerdan las figuras vigorosas que en otro tiempo los cruzaron. Con esta especie de consuelo escribí algunos poemas, y hasta reprimí mis deseos de regresar con los míos, para no dar la impresión de que volvía arrastrándome en innoble fracaso.

Entonces, durante uno de estos paseos noctámbulos, conocí al hombre. Fue en un patio tenebroso y oculto del barrio de Greenwich, donde me había instalado en mi ignorancia, ya que había oído decir que aquel sitio era el hogar natural de los poetas y los artistas. Efectivamente, me encantaron las arcaicas callejuelas y las inesperadas plazoletas y patios; y cuando descubrí que los poetas y los artistas eran unos pretenciosos vociferantes cuya originalidad es toda oropel y cuyas vidas son la negación de toda la pura belleza que es la poesía y el arte, seguí viviendo allí por amor a esas cosas venerables. Las imaginaba como fueron al principio, cuando Greenwich era un pueblecito apacible aún no absorbido por la ciudad; y en las horas previas al amanecer, cuando todos los trasnochadores se habían escabullido, solía vagar a solas por los rincones misteriosos y meditar sobre los curiosos arcanos que las generaciones debieron de depositar allí. Esto me mantenía viva el alma, y me proporcionaba algunos de esos sueños y visiones por los que clamaba el poeta que había en lo más profundo de mí. El hombre me abordó hacia las dos, una nublada madrugada de agosto, cuando deambulaba yo por una serie de patios independientes, ahora accesibles sólo por unos pasajes oscuros que cruzaban los edificios que se interponían, aunque en otro tiempo formaron parte de una red continua de callejas pintorescas. Había oído hablar de esos patios vagamente, y comprendí que hoy no debían de figurar ya en ningún plano; pero el hecho de que hubieran sido olvidados sólo los hacía más atractivos para mí, de forma que los buscaba con redoblado interés. Y ahora que los había encontrado mi ansiedad aumentó aún más, pues su disposición indicaba de algún modo que quizá eran éstos sólo unos pocos de un conjunto más vasto, sus duplicados encajonados entre altas y lisas paredes y desiertas viviendas traseras, u ocultos y sin luces de de algún arco, respetados por las hordas de lenguas extranjeras y protegidos por furtivos y reservados artistas cuyas actividades no invitan a la publicidad y a la del día.

Me habló, sin que yo le hubiera dado pie para ello, al observar mi actitud y el interés con que miraba puertas con aldaba situadas en lo alto de las escaleras barandilla de hierro, iluminándome entonces la cara el pálido resplandor que salía por los dinteles ornamentales. La suya quedaba en la sombra, y llevaba un sombrero de ala ancha que, en cierto modo, armonizaba perfectamente con la anticuada capa que lucía; pero me sentí vagamente inquieto aun antes de que dijera nada. Su figura era muy delgada -de una delgadez casi cadavérica-, y su voz resultó ser excepcionalmente suave y cavernosa aunque no especialmente profunda. Dijo que me ha estado observando durante algunos de mis vagabundeos y había notado que amaba como él los vestigios de tiempos pasados. ¿No me gustaría que me guiara alguien muy experto en estas exploraciones, y con una información sobre tales lugares mucho mayor que la que un recién llegado podía conseguir?

Mientras hablaba, vi fugazmente su rostro a la luz amarillenta de una ventana solitaria que brillaba en una buhardilla. Era un semblante noble, incluso hermoso, anciano, y mostraba los signos distintivos de un linaje y refinamiento poco común en esa época y lugar. Sin embargo, tenía cierta calidad que me producía desasosiego casi en la misma medida en que me agradaba su semblante: quizá era demasiado pálido, o desentonaba excesivamente mente con la ciudad, para que yo me sintiera cómodo o a gusto. No obstante, le seguí, pues, en aquellos días monótonos, mi búsqueda de antiguas bellezas y misterios era lo único que mantenía viva mi alma, y me parecía un raro favor del Destino toparme con alguien cuyas excursiones parecían haber llegado mucho más allá que las mías. Hubo algo en la noche que obligó al hombre de la capa a guardar silencio, y durante una hora larga me guió sin conversaciones superfluas, haciendo tan sólo brevísimos comentarios sobre nombres antiguos y fechas y cambios, e invitándome a caminar con un gesto amplio al adentrarnos por estrechas aberturas. Cruzamos de puntillas algunas travesías, saltamos alguna tapia de ladrillo, hasta que nos internamos a gatas por un pasadizo de piedra bajo y abovedado, cuya inmensa longitud y tortuosas revueltas borraron al fin las referencias de situación geográfica que hasta ahora había procurado yo conservar. Las cosas que vimos eran muy viejas y maravillosas, o al menos lo parecían, iluminadas por los escasos rayos de luz que nos las hacían visibles; jamás olvidaré las vacilantes columnas góticas, las pilastras estriadas y postes de verja hechos de hierro fundido y rematados con urnas, las ventanas de amplios dinteles y decorativos montantes en abanico más originales y extraños cada vez a medida que nos internábamos en este interminable laberinto de desconocida antigüedad.

No nos cruzamos con nadie y, a medida que pasaba el tiempo, se fueron haciendo más escasas las ventanas iluminadas. Los faroles de las calles que vimos al principio eran de aceite, y tenían la antigua forma de rombo. Después observé que algunos eran de vela; por último, después de atravesar a oscuras un patio horrible, por donde mi guía tuvo que conducirme con su mano enguantada, a través de la más absoluta negrura, hasta una estrecha puerta de madera abierta en un alto muro, llegamos a un callejón alumbrado sólo por faroles espaciados cada siete casas; faroles de lata increíblemente coloniales, con la parte superior cónica y agujeros a los lados. El callejón subía en una cuesta empinada -más empinada de lo que yo habría supuesto en esta parte de Nueva York-, y al final estaba bloqueado por el muro tapizado de hiedra de una propiedad particular, detrás del cual pude distinguir una pálida cúpula y las copas de unos árboles que se balanceaban contra la vaga claridad del cielo. En este muro había una puerta baja, arqueada, de negro roble y tachonada de clavos, que el hombre procedió abrir con una pesada llave. Invitándome a pasar, abrí la marcha, en medio de la más completa oscuridad, lo que parecía ser un sendero de grava, y finalmente subimos por una escalera de piedra hasta la puerta de la casa, que también abrió para mí.

Entramos; y al hacerlo sentí que iba a desmayarme causa del intenso olor a aire estancado que nos recibe y que debía de ser fruto de malsanos siglos de descomposicíón. Mi anfitrión pareció no notarlo, y yo no dije nada por cortesía. Subimos por una escalera que describía una curva, cruzamos un salón y pasamos a una habitación cuya puerta oí que cerraba con llave detrás de nosotros. Luego le vi correr las cortinas de tres ventanas cuyos cristales pequeños apenas eran visibles sobre el cielo que comenzaba a clarear; a continuación se dirigió a la chimenea, golpeó el pedernal con un eslabón, encendió dos velas de un candelabro de doce brazos y me hizo seña que hablara bajo. A este débil resplandor descubrí que estábamos en una amplia biblioteca, bien amueblada y revestida de madera que databa del primer cuarto del siglo XVIII con espléndidos frontones en la entrada, una encantadora cornisa dórica y una chimenea con magníficos relieves, rematado con volutas y urnas. Sobre las estanterías, a lo largo de las paredes, había a intervalos retratos de familia de buena factura, todos deslustrados y sumidos en enigmática oscuridad, y con un inequívoco parecido con el hombre que ahora me indicaba una butaca junto a una graciosa mesa Chippendale. Antes de sentarse al otro lado, frente a mí, mi anfitrión se detuvo un momento como con embarazo; luego, quitándose lentamente los guantes, el sombrero y la capa, se mostró teatralmente con un traje claramente del período georgiano, desde la coleta y la chorrera del cuello, a los calzones, calzas de seda y zap con hebilla en que yo no había reparado antes. Luego, sentándose parsimoniosamente en una silla con respaldo en forma de lira, empezó a mirarme con atención.

Sin el sombrero, adquirió un aspecto de extrema vejez hasta entonces apenas visible, y me preguntó si no sería esta huella inadvertida de singular longevidad una de las causas de mi desasosiego. Cuando habló al fin, noté que su voz suave, profunda, cuidadosamente amortiguada, temblaba con cierta frecuencia; a veces me costaba seguirle, mientras le escuchaba con una sensación de asombro, y con una inconfesada alarma que me aumentaba a cada instante. -Está usted, señor -empezó a decir mi anfitrión-, ante un hombre de costumbres muy excéntricas, que no necesita disculpar su indumentaria ante una persona de su ingenio e inclinaciones. Pensando en tiempos mejores, no he tenido el menor escrúpulo en estudiar sus costumbres y en adoptar su atuendo y sus modales; capricho que no ofende a nadie si se practica sin ostentación. He tenido la buena fortuna de conservar el solar rural de mis antepasados, aunque ha quedado encerrado por dos ciudades; primero por Greenwích, que llegó hasta aquí después de 1800, y luego por Nueva York, que se la anexionó hacia 1830. Tenía muchos motivos para conservar este lugar estrechamente unido a mi familia, y en ningún momento me he descargado de tales obligaciones. El propietario que tomó posesión de él en 1768 estudió ciertas artes e hizo ciertos descubrimientos, todos ellos relacionados con influjos que residían en este trozo concreto de terreno, y eran dignos de la más estrecha custodia. Ahora deseo mostrarle algunos efectos singulares de estas artes y descubrimientos, bajo el más estricto secreto; creo que puedo fiarme lo bastante de mi apreciación de los hombres como para saber que cuento con su interés y su discreción.

Calló un momento, y yo no pude hacer otra cosa que asentir con un movimiento de cabeza. He dicho que me sentía alarmado; sin embargo, para mí no había nada más devastador que el mundo material y diurno de Nueva York, y tanto si este hombre era un excéntrico inofensivo, o un experto en artes peligrosas, no tenía otra elección que seguirle y satisfacer mis ansias de asombro, fuera lo que fuese lo que él tuviera que ofrecer. Así que presté atención.

- A... mi antepasado -prosiguió en voz baja- le parecía que había ciertas cualidades excepcionales en la voluntad del ser humano; cualidades de un poder insospechado, no sólo sobre los actos del propio yo y del de los demás, sino sobre toda clase de fuerza y sustancia de la Naturaleza, y sobre muchos elementos y dimensiones considerados más universales que la propia Naturaleza. ¿Puedo decir que se burlaba de la santidad de cosas tan grandes como el espacio y el tiempo, y que dio extraños usos a los ritos de determinados pieles rojas mestizos que en el pasado solían acampar en esta colina? Estos indios se irritaron mucho cuando se construyó el edificio, y se volvieron insoportablemente tercos en su afán de visitar sus jardines durante el plenilunio. Durante años entraron subrepticiamente, saltando la tapia cada mes, cuando podían, para ejecutar determinadas ceremonias secretas. Luego, en el 68, el nuevo propietario les sorprendió in fraganti, y se quedó paralizado ante lo que vio. A partir de entonces negoció con ellos, permitiéndoles el libre acceso a sus terrenos a cambio de que le revelasen el sentido profundo de sus actos; y se enteró entonces de que parte de esta costumbre la habían heredado de sus antepasados pieles rojas, y, parte, de un viejo holandés de los tiempos de los Estados Generales. Y, ¡maldita sea!, me temo que el propietario debió de suministrarles un ron monstruosamente malo -intencionadamente o no-, y una semana después de conocer el secreto era el único hombre vivo que lo conocía. Usted, señor, es el primer extraño que sabe de la existencia de tal secreto, y que me parta un rayo si me hubiese atrevido yo a hablar de... esos poderes... de no haberle visto tan tremendamente interesado por las cosas del pasado.

Me estremecí al notar al hombre cada vez más locuaz, y al ver que su forma de hablar era bastante anticuada. Prosiguió:

-Pero sepa, señor, que lo que... el propietario logró aprender de aquellos salvajes mestizos representaba sólo una pequeña parte de lo que después llegó a saber. No en vano había estudiado en Oxford, y había tratado con un antiguo químico y astrólogo de París. En resumidas cuentas, se dio cuenta de que el mundo no era sino el humo de nuestros intelectos; estaba fuera del alcance del vulgo, pero los sabios podían exhalarlo o inhalarlo como una bocanada de antiguo tabaco de Virginia. Aquello que queremos, podemos hacerlo surgir a nuestro alrededor; y lo que no, podemos hacerlo desaparecer. No pretendo que cuanto diga sea cierto en todos los sentidos; sin embargo, es lo bastante cierto como para proporcionar un precioso espectáculo de cuando en cuando. Supongo que le encantaría tener, de determinadas épocas, una visión más clara de la que puede proporcionarle su imaginación; así que le ruego que deseche cualquier temor ante lo que me propongo enseñarle. Venga a la ventana, y no hable.

A continuación, mi anfitrión me cogió de la mano y me llevó a una de las dos ventanas que se abrían a un lado de la larga y maloliente estancia; y el contacto de sus dedos me transmitió un frío que me recorrió todo el cuerpo. Su carne, aunque seca y firme, tenía la calidad del hielo, y estuve a punto de zafarme de su presa. Pero nuevamente pensé en el vacío y el horror de la realidad, y me dispuse intrépidamente a seguirle adonde quisiera llevarme. Una vez en la ventana, el hombre descorrió las cortinas de seda amarilla y me indicó que mirase hacia la oscuridad exterior. Durante un instante, no vi nada, aparte de una miríada de lucecillas vacilantes allá lejos, muy lejos. Luego, como en respuesta a un movimiento insidioso de la mano de mi anfitrión, un relámpago jugó por encima del paisaje, y descubrí que me asomaba a un mar de lujuriante follaje -de follaje no contaminado-, y no a un mar de tejados, como habría esperado cualquier mente normal. A mi derecha, el Hudson brillaba perversamente; y más allá, frente a mí, observé el centelleo malsano de una inmensa marisma constelada de nerviosas luciérnagas. Se apagó el relámpago, y una sonrisa maligna iluminó el cerúleo rostro del viejo nigromante.

-Eso fue antes de mis tiempos.... antes de los tiempos del nuevo propietario. Pero probemos otra vez.
Sentí que me abandonaban las fuerzas, más aún que ante la odiosa modernidad de aquella ciudad maldita.
-¡Dios mío! -murmuré-; ¿puede hacer eso con cualquier época?

Y al verle asentir, y descubrir los negros tocones de lo que en otro tiempo fueron dientes amarillos, me agarré a las cortinas para evitar caerme. El me sujetó con su garra fría y terrible, y repitió su gesto insidioso. Nuevamente surgió un relámpago.... pero esta vez iluminó un paisaje no del todo extraño. Era Greenwich; el Greenwich de otros tiempos, con algún que otro tejado o fila de fachadas aquí y allá, tal como los vemos hoy, aunque con verdeantes callejas y prados y herbosas zonas comunales. La marisma seguía brillando más allá; pero a lo lejos vi los campanarios de lo que entonces era todo Nueva York, con las iglesias de la Trinidad, San Pablo y la llamada Brick Church dominando a sus hermanas, y una débil neblina de humo de leña extendiéndose por encima de todo. Aspiré profundamente, aunque no tanto por la visión misma como por las posibilidades que evocó mi imaginación aterrada.

-¿Podría.... se atrevería... a alejarse más? -dije con temor; y creo que él compartió este temor durante un segundo, pero recobró su sonrisa malévola.
-¿Alejarme más? ¡Lo que yo he visto le dejarla a usted petrificado! ¡Tanto hacia atrás, muy atrás, como hacia adelante, muy adelante..., ¡mire, estúpido pusilánime!

Y al tiempo que gruñía esta frase para sí, hizo un nuevo gesto, provocando en el cielo un relámpago más cegador que los dos anteriores. En espacio de tres segundos enteros pude ver una visión pandemónica, y en esos segundos contemplé un paisaje que en adelante atormentará siempre mis sueños. Vi los cielos infestados de extraños seres voladores y, por debajo de ellos, una ciudad negra e infernal de gigantescas terrazas de piedra, impías pirámides que se elevaban salvajemente hasta la luna, e innumerables ventanas iluminadas con luces demoníacas. E, hirviendo de forma nauseabunda en aéreas galerías, vi a las gentes amarillas y de ojos rasgados que poblaban esa ciudad, vestidas horriblemente de rojo y naranja y danzando insensatamente al son febril de unos timbales, al son del estrépito obsceno de los crótalos y el gemido maníaco de unos cuernos apagados cuyo incesante gemido subía y bajaba, ondulante como las olas de un océano impío de betún.

Vi este espectáculo, digo, y oí con los oídos de la mente el blasfemo pandemónium de cacofonía que lo acompañaba. Era la estridente materialización de todo el horror que la ciudad cadáver había agitado siempre en mi alma; y olvidando la advertencia de que permaneciese callado, grité y grité y grité, hasta que mis nervios se desmoronaron y los muros temblaron a mi alrededor. Luego, cuando el relámpago se apagó, vi que mi anfitrión temblaba también; una expresión de sobrecogido horror medio borraba la acerada contracción de furia que mis gritos habían provocado en él. Se tambaleó, se agarró a las cortinas como había hecho yo antes, y agitó la cabeza salvajemente como un animal atrapado. Bien sabe Dios que tenía motivos; porque al apagarse el eco de mis gritos, se oyó un rumor tan infernalmente sugerente que sólo la entumecida emoción me mantuvo consciente y dueño de mis sentidos. Era el crujido incesante y solapado de la escalera que había al otro lado de la puerta, como si subiese por ella una horda de pies descalzos o calzados con mocasines; finalmente, se oyeron las firmes y cautelosas sacudidas del picaporte de latón, que centelleó a la débil luz de las velas. El anciano arañó, escupió hacia mí, en el aire mohoso, y me ladró cosas al tiempo que oscilaba agarrado a la cortina amarilla:

-¡La luna llena.... maldito... per... perr.. perro escandaloso.... tú los has llamado, y vienen por mí! ¡Pies con mocasines... de los muertos.... que Dios os confunda, demonios de piel roja! Yo no envenené vuestro ron..., ¿acaso no he conservado a salvo vuestra magia ruin? Bebisteís hasta poneros enfermos, y ahora queréis echarle la culpa al propietario.... ¡fuera! Soltad el picaporte.... aquí no tenéis nada que hacer...

En aquel instante, tres golpes espaciados y muy deliberados sacudieron los entrepaños de la puerta; y un blanco espumarajo afloró a la boca del mago frenético. Su pavor, convirtiéndose en férrea desesperación, dio lugar a que renaciera su furia contra mí; dio un paso tambaleante hacia la mesa en cuyo extremo me apoyaba yo. Se puso tirante la cortina que sujetaba su mano derecha, mientras que con la izquierda arañaba en el aire hacia mí, pero al final se desprendió de la alta barra que la sujetaba, dejando entrar en la habitación un torrente de resplandor de la luna llena que el cielo, cada vez más claro, había presagiado. Aquellos rayos verdosos hicieron palidecer las velas, y un nuevo aspecto de descomposición se extendió por la mohosa habitación, con el artesonado carcomido, el suelo combado, la chimenea ruinosa, los muebles desvencijados y las colgaduras harapientas. Y alcanzó al anciano también, acaso por la misma razón, o debido a su miedo y vehemencia, y le vi encogerse y ennegrecerse mientras se tambaleaba y trataba de destrozarme con sus garras de buitre. Sólo sus ojos permanecían incólumes, y miraban con una saltona, dilatada incandescencia que iba en aumento al tiempo que su rostro se carbonizaba y consumía.

Se repitieron los golpes con más insistencia, y esta vez sonaron a metal. La negra entidad que tenía delante había quedado reducida a una cabeza con ojos que trataba impotente de arrastrarse por el suelo combado en dirección a mí, y lanzaba de cuando en cuando pequeños escupitajos de malicia inmortal. Ahora arreciaron los rápidos y demoledores golpes contra los endebles entrepaños, los astillaron, y vi el centelleo de un tomahawk al hender la madera destrozada. No me moví, porque no me sentí capaz; pero observé atontado mientras la puerta caía destrozada en medio del flujo de una sustancia negra salpicada de ojos relucientes y malévolos. Se derramó como una espesa marea de aceite, reventó un tabique carcomido, volcó una silla al extenderse y finalmente se desparramó por debajo de la mesa y por todo el suelo de la habitación como buscando la ennegrecida cabeza cuyos ojos seguían mirándome. Se cerró- en torno a ella, y la engulló totalmente; un momento después empezó a retroceder, llevándose a su invisible presa sin tocarme a mí; se desplazó hacia la puerta, y se retiró hacia la escalera cuyos peldaños crujieron como antes, aunque en orden inverso.

Luego, finalmente, cedió el suelo, y me precipité sin aliento en la oscura cámara de abajo, atestada de telarañas, medio desvanecido de terror. La luna verde, brillando a través de las rotas ventanas, me reveló la puerta del salón medio abierta; y mientras me levantaba del suelo sembrado de cascotes y me libraba del techo cálido, vi pasar el torrente espantoso de negrura y centelleante de ojos siniestros y relucientes. Buscaba la puerta del sótano, y, al encontrarla, desapareció por ella. Ahora noté que el suelo de esta otra habitación inferior estaba cediendo igual que el de la habitación superior; a continuación sonó un estallido arriba que fue seguido por la caída de algo que vi pasar por la ventana de poniente, y que debía de estar en la cúpula. Desembarazado de los escombros, crucé el piso y corrí hacia la puerta; al comprobar que no podía abrirla, agarré una silla, rompí la ventana y salté frenéticamente por ella al césped descuidado donde la luz de la luna danzaba sobre la maleza y la yerba crecida. La tapia era alta, y todas las entradas estaban cerradas con llave; pero ayudándome con un montón de cajones que había en un rincón, conseguí trepar a lo alto y sujetarme a una gran urna de piedra que allí había.
En mi agotamiento, no vi a mi alrededor más que extrañas paredes y ventanas y viejas techumbres holandesas. No descubrí en ninguna parte la empinada calle por la que había subido al llegar, y lo poco-que conseguí distinguir quedó sumergido rápidamente en la niebla que subía del río, a pesar del resplandor de la luna. De repente, la urna a la que me había sujetado empezó a temblar, como si compartiese mi vértigo mortal; y un instante después se soltó mi cuerpo, precipitándose no sé a qué destino.

El hombre que me encontró dijo que debí de arrastrarme durante largo trecho, a pesar de mis huesos rotos, ya que había dejado un rastro de sangre hasta donde él se había atrevido a mirar. La lluvia que comenzaba a caer borró muy pronto esta conexión con el escenario de mi ordalía, y los informes sólo pudieron determinar que salí de algún lugar desconocido, llegando hasta la entrada de un patio pequeño y oscuro frente a Perry Street. Jamás he intentado volver a esos laberintos tenebrosos, ni enviaría allí a ningún hombre en su sano juicio. No tengo idea de qué ser era aquél; pero repito que la ciudad está muerta y llena de horrores insospechados. No sé adónde habrá ido; yo he regresado a casa, a las callejuelas puras de Nueva Inglaterra por las que corre la suave brisa marina al atardecer.

H.P. Lovecraft (1890-1937)


Dagón.
Dagon, H.P. Lovecraft (1890-1937)

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea (aunque no completa) de por qué debo buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa alguna. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo viscosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce nauseas. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable.

Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida.

No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!





Arcilla de Innsmouth.
Innsmouth clay.
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)
August Derleth (1909-1971)

Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término «fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de anunciar su presencia en los alrededores.

Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura. Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle, estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores obras.

Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre, sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema, sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que era prácticamente imposible ignorarlo. Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Corey estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido como en aquel diciembre de 1927.

Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el resto de la misiva.

-Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!

Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos, entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación. Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te gustará todavía más que mi Rima.

Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.

—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a una zona que parecía haber sido retocada recientemente.

Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña expresión.

—También a mi me gustaría poder darte una explicación satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas, en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».

Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos sufridos por la «Diosa Marina». Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar; algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad. Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a él. Además, él no me dio pie para hacerlo. Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.

«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »

«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»

«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»

« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado, y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente deshecha.»

«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»

« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado “Gran Thooloo”? »

De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba, por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión de volverlas a oír. Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey. Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad, recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de Washington Street.

Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya tiempo de la escena americana. A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales, según me han contado», dijo Corey— y nadie se había esforzado mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto, aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también del interior.

Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh. El bar — cuando por fin llegamos— era del siglo pasado y resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de viejos sentados, uno de ellos dormido. Corey pidió una copa de brandy y yo otra. El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia nuestras personas.

—¿Seth Akins? —preguntó Corey.

El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.

El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se sentó junto a el y le despertó.

—Bébase una copa conmigo —le invitó.

El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió. Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra. Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins terminó por ceder.

—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—. Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios, abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty, navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos, pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea, que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo », que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....

Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:

-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar. Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él. El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.

Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero, abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto fue barrido por el viento invernal. Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole cierta apariencia de vejez.

No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.

-¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington Street.

Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y, como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a Akins. Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero, naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth Akins y las leyendas de Innsmouth. A la mañana siguiente regresé a Nueva York.

Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey

«18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí. Pisadas en el suelo.»

«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han llevado nada más.»

«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico, más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »

«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar, el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del cuello: -No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada, como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino, a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »

Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole que iría a visitarle a primeros de abril. Pero para entonces Corey había desaparecido. Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas consigo. Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por imprudencia.

La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer. Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo. El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde alcanzaba la vista.

Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del espectáculo.

Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba. Aquella pareja —una hembra de extraño color arcilloso y un macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido. Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.

Todavía sueño con ella.

H.P. Lovecraft (1890-1937) 
August Derleth (1909-1971)




Azathoth



Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.
A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas...
FIN







E venido a despedirme,en contra de mi voluntad,a veces el amor no es suficiente,y los dias son tan llanos como se esfuma el humo de un cigarrillo,como las vidas,o el sin sabor de la realidad



La Herida

Yo le Ame con esmero,y mis melosidades le artaron
decidi quererle moderadamente,pero el frio se apodero rapidamente de nuestros corazones
intente amarla con mis caricias,revivir la pasion en su mente,la calidez en su piel y la chispa en sus ojos
pero se harto de mis manos,besos,pasos y abrazos
-trago-
que se puede decir de las mujeres,tan hermeticas y desalmadas,amantes perfectas,que nuestro corazon no logra entender
ella me amaba,y no pedia mis alagos para sobrevivir
ni para que esto sobreviviera

y ya me ven?
aqui,sentado en una taberna,pestilente y silenciosa,como dios manda,como en los puertos de andalucia,finisterra y menesteres peores

la madera cruje a mis pasos,y no cruje en pareja,no esta mas ella para mi vista obcena
amorosa y perdida

le amo,le amo ,-trago-y aun le sigo amando dios da fe de que si
ustedes compañeros de bebida
remoras que me escuchan por una copa de tequila
no comentan mi error
cuando amen no pidan mas que amor
no exijan atencion,tirense al olvido!
ala desesperacion!
pero no se permitan perderla
o acabaran como yo...


Si hay algo que no soporto es la impuntualidad. Desde luego es una falta de respeto. No hay excusa que valga: llegar tarde es obligar a la otra persona a invertir su tiempo en algo tan nada productivo y poco gratificante como es esperar. Y en eso soy tajante: yo siempre soy puntual y exijo que lo sean conmigo.
A ver… ¿este tío se piensa que no tengo otra cosa mejor que hacer que estar aquí esperando a que aparezca cuando le venga en gana? Soy una persona muy ocupada. En este momento tendría que estar en otro sitio, en la parte alta de la ciudad, junto a un orondo ricachón adicto a los jovencitos y a prácticas sexuales de riesgo. Pero no… voy a llegar tarde a la cita porque el señorito me tiene que hacer esperar. ¿No se da cuenta de que tengo una reputación que mantener? Yo soy alguien aquí, joder. Y alguien con mucho trabajo.
Un gato negro y flaco me mira con curiosidad desde el interior de una sombra. Me mira como suelen mirarme los gatos: fijamente pero, al mismo tiempo, dejando claro que mi presencia no despierta en él el mínimo interés. Tras maullar levemente se adentra en la tupida niebla, tal vez presintiendo que éste va a dejar de ser un lugar tranquilo. Decididamente los felinos tienen un sexto sentido.
















como cada mañana me levanto con el sabor a alcohol,cigarrillo,y putas
digno sabor de un parrandero de segunda , que apenas puede pagar una pocilga en algun edificio de mala muerte
en el centro de la ciudad,seccion sur este, el lugar olvidado por el ayuntamento,y dios
un lugar alegre,ante todo,ladronzuelos,putillas y gatos en cada esquina,todo es armonioso
como la garganta seca que ahora me atormenta,mis muecas se reflejan en mi rostro,como el que toma medicina

al verme al espejo,se quien soy,mis arrugas,mis ojeras,mis caracteristicos ojos insomnes inyectados de sangre,todo marcha como habitualmente deberia
sin novedad en el frente

salgo de mi apartamento,cierro con cerrojo,oxidado,vaya,bien oxidado
y me dirijo ala taberna,para acabar con la sensacion de garganta,y retomar el dia como dios manda
joder que si!





Frank



El sol de colores ,para olvidar los dolores, el wisky y el vino para la resignacion
abrio la botella  descorchando violento,rompiendo el cristal  , el se bebio
jugo al muerto unos segundos,y desperto ensangrentando saliendo de la ilusion
de cuando en cuando en callejones se salvo por una corazonada,seguia las rutas mas populares
y asi nace el ebrio asesino,que no sabe  a quien llora
cuando el bebe vino,pierde la nocion,el ambiente se torna turbio,como su estomago y su corazon,amanece entre laureles,como cada mañana
amanece vivo aun,vivo,con sirrosis avanzada,amanece,amanece,como todos,jodido,con resaca, y feliz
su vida sin motivo , se sonrie al espejo,lo mismo de siempre,el mismo fracasado
es hora de ir por balsamo,lo que lo mantiene alejado de su realidad,en la espiral de tormento en el que esta sometido
el final es facil,el inicio no tanto,pero el camino
amigos
el camino es todo un puto arte




















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